Ritos de iniciación

Por Claudia Rafael

(APe).- Quién sabe cuántas puertas habría golpeado antes de decidir entrar a la Escuela de Policía Juan Vucetich para conseguir un trabajo. La única certeza es que jamás antes imaginó las pruebas que debería atravesar como cadete. Bastaron pocos días para que terminara internado en el San Juan de Dios, de La Plata, con 19 años, un hijo muy pequeño y una historia como mochila de la que no le será fácil desprenderse.Unas pocas horas sirvieron a Carlos Ferreira para saber de qué se trataba. El padre poco después relataría que “había quedado en una guardia desde las 12 de la noche y tuvo que proceder en un supuesto intento de fuga de una persona que, cuando la redujo, resultó ser un oficial que en el forcejeo se había lastimado la cabeza contra un marco.
A partir de ese momento le empezaron a pegar palazos, le hincaron agujas en la mano y lo tuvieron desde las 2 de la mañana hasta las 2 de la tarde dentro de una piscina helada sin poder hacer pie. Le tiraban piedras para que las juntara en el fondo”.Doce largas horas que sólo tuvieron fin porque –según contó Jorge Ferreira- estaba llegando el gobernador Daniel Scioli para participar de un almuerzo en la Escuela. “Lo retiran del agua semidesmayado y cuando se recupera lo siguen bailando porque no quiso firmar la baja”. Pero no sería ese el final. De ahí en más, contó que lo obligaron a recorrer cuatro kilómetros de rodillas.Roberto Cipriano García, del Comité provincial contra la Tortura, dijo luego de visitarlo que el chico “estaba destruido, no paraba de llorar e incluso en un momento se desvaneció. Nosotros vimos hematomas que se estaban borrando y hay que tener en cuenta que después del agua helada es difícil que se noten los hematomas. Por eso no me llama la atención que por parte de la Justicia y la institución policial intenten encubrir el asunto. De hecho, le pidieron que no hiciera la denuncia”. La Policía Bonaerense tiene en la actualidad uno 52.000 integrantes. Y muchos, aunque luego los gane el silencio o terminen aceptando cuáles son las reglas de juego para permanecer en la Policía, vivieron en algún momento historias parecidas a la de Carlos.En marzo de 2005 y después de 16 días en terapia intensiva, murió César Eduardo Torres, un cabo de la policía correntina de 26 años. Su padre, Ramón Torres, denunció entonces que su hijo y otros cinco compañeros terminaron internados después de un entrenamiento que se extendió durante el día y la noche. Los termómetros marcaban 36 grados y tenían absolutamente prohibido tomar agua. César tuvo “daños cerebrales y renales” y no vivió para contarlo.Dos años más tarde, 17 jóvenes de la Escuela de Cadetes de la Policía Federal terminaron internados en el Hospital Churruca. Era febrero y acababan de volver de las vacaciones de verano. La madre de uno de los chicos, de entre 19 y 22 años, denunció luego que ni bien llegaron “los pusieron a hacer ejercicios físicos bajo un calor infernal. Hacían más de 30 grados pero en el pavimento la temperatura alcanzaba los 50 grados”. Estaban todos deshidratados y uno, incluso, tuvo un preinfarto. En 2008 la crónica de un periodista de la radio Valle Viejo desnudaba que cinco cadetes de la policía catamarqueña terminaron internados en el hospital San Juan Bautista después de un “baile” en plena siesta y con 40 grados de calor. Insolados y con distintos grados de deshidratación.Historias como las de Carlos son infinitas. El desafío, sin embargo, es preguntarse qué es lo que hay detrás de todas ellas. Alejandra Vallespir en su libro “La policía que supimos conseguir” plantea que “cuando se habla de la policía hay que aclarar de cuál policía hablamos: si hablamos de la policía `buena` o de la policía `mala`. Como si estuviésemos refiriéndonos a una institución y su alter ego, como si fuese el mellizo rebelde y burro del prolijo y aplicado”.Porque además, es necesario interrogarse cuál es el camino que cada una de las víctimas policiales de la propia policía embocarán, si permanecen en la fuerza, una vez que pasen al territorio concreto de la calle a bordo de un patrullero.“Son carne de comisaría y no se comportan como aprendieron en los textos teóricos de la clase sino según el comportamiento de sus compañeros. Se trata de `formar parte de` y por lo tanto de hacer todo lo necesario para seguir perteneciendo”, suele decir un docente de derechos humanos de una de las subsedes de la Vucetich.Lo que vivió Carlos hace apenas unos días no es más que uno de los tradicionales ritos de iniciación propios no sólo de la policía sino de cualquiera de las fuerzas de seguridad. Los mismos ritos a los que fue sometido Omar Carrasco en 1994 que directamente condujeron al final del servicio militar obligatorio. Ritos que el etnógrafo alemán Arnold Van Gennep definió como “aquellas secuencias ceremoniales que acompañan el cambio de una situación a otra y que permiten a los individuos atravesar las situaciones trágicas de la vida a partir de una serie de acciones reglamentadas socialmente”. Ritos que empiezan con un primer estadío de “separación”, en que el iniciado es “extraído de su condición anterior y se lo prepara para otra nueva”; el “margen” en que está a mitad de camino entre los dos mundos y, finalmente la “agregación”, que es cuando “el iniciado entra de lleno en su nuevo estado”. En esta última etapa, si sobrevive y permanece, estará listo para cumplir con todas las reglas represivas de la fuerza y en condiciones de ponerlas en marcha sobre todos los vulnerados de la historia.

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