Por Silvana Melo
(APe).- La muerte es un monstruo ladino que espera siempre a la vuelta de una esquina. Es tan inexorable como igualadora. Nadie podrá ser Gilgamesh por más cuentas en Suiza o poder en las sombras que haya acumulado. Pero sí la muerte, que es esencialmente corrupta, suele saciar su enorme vientre famélico con los más vulnerables, los más rotos por la historia, los que más fatigan para vivir día tras día. Elige arrebatarlos temprano y con dolor. Con inmolación y sufrimiento. En complicidad con el poder al que cada vez le caen peor al estómago los pibes morochos, flacos y a la deriva. A un paso del abismo al que son empujados todo el tiempo.
La historia de Darío Duarte sería una historia más de los centenares de miles de muchachos que intentan sobrevivir en los márgenes, casi expulsado pero luchando por estar, todavía, en un sistema cada vez más exclusivo y exclusor (el sufijo es indistinto, siempre se trata de excluir).
El y toda su familia vivían en el barrio 104, uno de los más estigmatizados de Olavarría. Tenía 25 años, un hijito de 6 y toda una historia, ya, de la lucha por sobrevivir. Ardua. Despareja. No bien tuvo las piernas fuertes como para andar empezó su vida laboral. Y hacía veinte días se había ido con la contratista de Telefónica a Mercedes, la ciudad donde nació Jorge Rafael Videla. Aunque a él ese dato no le hubiera aportado nada. Acaso hasta desconociera el nombre.
Al fin y al cabo, él no vivió nunca en dictadura. Pero murió víctima del absurdo y la injusticia.
Con uno de sus compañeros, Matías Verna, salió a la noche mercedina. La supuso tranquila: era una ciudad bastante más chica que la suya de origen. No tenía idea sobre bandas de pibes que detestan a los “villeros”, salidas de colegios confesionales en un obispado que supo estar al mando de monseñor Emilio Ogñenovich. No sabía de patotas que cada primavera gastan 40 mil pesos en pirotecnia, que han sido capaces de tirar a un pibe por la escalera en un boliche, que aparecen en Facebook enorgulleciéndose de que algún día terminarán con “todos los negros analfabetos”. Darío y Matías salieron a la noche mercedina.
Pasaron ante cuatro o cinco chicas y muchachos y Darío le pidió a una piba un poco de cerveza. “La pagué yo, flaco”, dicen que le contestó uno de la barra. Palabras que se cruzaron y de repente eran quince y se le vinieron todos encima y todos sobre Darío a trompadas y cinturonazos hasta que no se movió más y alguien llamó a una ambulancia y el pibe ya no respiraba y los demás alrededor de la ambulancia, “como si nada” y Darío se había muerto. Sin sentido. Morocho, obrero, extranjero en la noche mercedina. Por ahí, dicen, andaban los sobrinos de un fiscal. Hablan del hijo de un concejal. Chicos del colegio San Patricio. De “El Halcón”, una de las bandas que prefiere un planeta sin “villeros” ni “negros analfabetos”.
Una parte de Mercedes se sacudió de horror. Los pibes de esa parte de Mercedes convocaron por Facebook a una marcha que juntaría a siete mil y que fue llamada por Ana Brea, de 19, que le puso nombre a todos los que están hartos de la extraña violencia de pibes clase media, armadores de bandas surgidas de colegios confesionales como el San Patricio. Mercedes es cabeza del Poder Judicial, de la Gendarmería, de la departamental policial, de la Diócesis. Hay cárcel, también. Tanta institución acumulada, como un fuerte donde se escudan los elegidos, no sirve de nada a la hora de la justicia: el juez de garantías caratuló “homicidio en riña” a un episodio en que quince personas destrozaron a una en soledad. Y no es un detalle: el homicidio en riña prevé una condena de 2 a 6 años. Y el homicidio simple, de 8 a 25.
Las instituciones parecen cáscaras que se caen de a pedazos en estos días. Ninguna de ellas puede evitar que haya mucha gente muerta de miedo. Todo lo contrario. Ninguna de ellas pudo evitar la muerte estúpida y atroz de Darío.
Pero hay, tal vez, una certeza iluminadora: una vez más un pibe de los márgenes, moreno y castigado, muerto por ser justamente eso, puede desnudar impúdicamente la inequidad de las instituciones soberbias e intocadas. Puede, acaso, cambiar algo. Desde su humildad y su martirio.
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