Las preguntas de Baradero

Por Silvana Melo
(APe).- Acaso sean primero las preguntas. Para tratar de comprender son imprescindibles las preguntas. De respuestas contundentes, sabiondas, arbitrarias, está el hastío superando las cabezas. Y confundiéndolo todo, para que la verdad vuelva a quedar en la piecita de atrás, bien escondida para los que le temen y la combaten.
¿Alguien escribió para este país el destino de la inmolación joven? ¿Es la muerte de los chicos lo que golpea conciencia en los demás, como una estaca en el hombro? ¿Qué es lo quemaba la rebelión popular de Baradero cuando encendía la Municipalidad y el Concejo Deliberante? ¿Qué quiso olvidar la rebelión popular de Baradero cuando incendió el Registro Civil y todas las actas y certezas de quiénes nacen y quiénes mueren en el pueblo? ¿Qué es lo que quiere volver a empezar? ¿Es Baradero un fenómeno de ciudad pequeña del interior, improyectable hacia el centro? ¿O es una pequeña sinopsis de la reacción por la impasibilidad de las instituciones del Estado ante los dramas de la gente? ¿Pintan su aldea los apenas 30 mil habitantes baraderenses para advertir a quienes se dignen a escuchar que pueden ser universales?...
Todo parece empezar, si uno se para en una esquina cualquiera de la historia, en una fiesta de la que se van Giuliana Giménez y Miguel Portugal, los dos de apenitas 16 años, convencidos de que la vida es eterna hasta el final, como lo creen todos los que tienen 16 años y se acaban de volver a enamorar en esas horas. Se suben a la Gilera de Miguel y salen al aire fresco de las seis de la mañana. Sin casco porque el casco ataja esa brisa universal, habrán sentido. Creídos de que la muerte es una vieja lejana y ellos ángeles inaccesibles. La represiva y absurda política de tránsito impuesta por las autoridades largó a las calles a inspectores como perros feroces a perseguir a los pibes infractores que no llevaban casco. Dice el propio padre de Miguel –que fue inspector de esta cuadrilla- que les ordenaban abrir las puertas de las camionetas cuando pasaban los chicos para que se cayeran de las motos. Aunque la reacción haya cometido la tontería de incendiar la camioneta y quemar con ella cualquier rastro de la verdad, hay testigos que aseguran haber visto el volantazo para detener a Miguel y Giuliana. Otros dicen lo contrario. Pero en del imaginario popular jamás nadie podrá quitar la acidez en el alma con que golpea la arbitrariedad.La verdad más atroz es que hay dos pibes muertos. Muertos cuando segundos antes creían que la vida sería eterna. Hasta el final. Pero el final en estas tierras suele ser ferozmente próximo.Y la arbitrariedad es hermana y cómplice de un Estado amnésico, indiferente, falto de respuestas, autista. De un poder político que va engordando una deuda interna que, ya como una decisión sistémica, no va a atacarse. De una Justicia que nunca da respuestas a las víctimas, de un sistema que abandona hasta la desesperación y hasta la muerte. Cuando la arbitrariedad aparece, donde aparezca, en cualquiera de sus mutaciones proteicas, puede sobrevolar por las extensas alfombras de la resignación y la indiferencia. O puede encender una llama. Una pequeña llamita en un tiempo combustible. Y el incendio aparece, donde menos se lo espera. En una población tranquila, de 30 mil habitantes, cuyos dirigentes sólo atinan a negar que los que atacaron el símbolo de las instituciones fueran de ahí –no es muy posible organizar una banda de infiltrados un domingo a las 8 de la mañana ante algo que nadie sabía que iba a ocurrir-, porque lo malo siempre viene de afuera y nunca pertenece a un espacio pequeño donde “nos conocemos todos”.Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- la Municipalidad y el Concejo Deliberante, acaso estaban poniéndole fuego –o mirando ponerle fuego- a tanto olvido para que se desolvide. A tanto abandono para que se desabandone. A tanta injusticia para que se justicie. Estaban, tal vez, enfrentando a los símbolos del Poder. A los arquetipos del Poder que puede para algunos y despuede para las mayorías. Del Poder que mira su propio ombligo y se olvida de los vulnerables y de los pibes y de la muerte temprana que termina siendo principio de cambio amargamente necrófilo.Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- el Registro Civil, acaso quisieron sacarse de encima la memoria y las certezas, como para empezar de nuevo quién sabe cómo. En un país donde todos los nuevos son siempre los mismos y nadie termina de irse jamás.Tal vez no haya mucho más que acasos y preguntas. Que son mejores que las respuestas pétreas y cuadradas e inmodificables.Tal vez la mayor certeza es que Baradero es una fotografía alertante y soberbia que no mirará quien se niegue a hacerlo. Que no es una imagen aislada sino parte de una película que demasiados deciden ignorar que se está rodando en el abajo, tierra a tierra, piel a piel, desconsuelo a desconsuelo. Y cuyo punto final puede poner en pie, con manos y piernas nuestras, un país que sea otro.

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