Escrito por Claudia Cesaroni
(APe).- A veces, parece que la realidad corriera por vías paralelas. Las paralelas no se tocan. Entonces, por ejemplo, la misma gente que un día pide más policía contra la inseguridad, al siguiente se burla de esa misma policía, y la insulta porque no es capaz de encontrar una camioneta con cuatro personas muertas a quince metros de una ruta. Cuando esa gente pide que haya más policías... ¿Esperará que le pongan en la calle a los personajes de alguna serie norteamericana, duros pero efectivos, un poco asesinos pero solo lo necesario para descubrir y castigar a los malos, pacientes investigadores de pelos y señales en la búsqueda de la verdad?
Las policías de nuestro país: todas, la de la provincia de Buenos Aires, las de las otras provincias, la Federal, la Metropolitana que está creando Macri en la ciudad de Buenos Aires, son iguales. Algunas son un poco más groseras, pero el problema de fondo es que están formadas bajo la misma concepción. Sus integrantes, aunque provienen de un sector social humilde en la inmensa mayoría de los casos, han sido formados, desde las escuelas donde se reciben, pero sobre todo en sus lugares de trabajo, en una determinada concepción política. El enemigo está en la calle. Es pobre, es joven, es rebelde. Al enemigo, se le puede pegar, disciplinándolo a cómo de lugar. En el barrio, a la salida de un recital, en una movilización, en una celda. Su familia, también es culpable de algo. Se la puede maltratar. No es lo mismo, por supuesto, un familiar de una mujer de clase media muerta en un hecho violento, que una madre o una hermana que suplica saber si un hijo o un hermano han muerto en una celda mugrienta de una comisaría del conurbano, asfixiado por el humo. Las escenas que la televisión mostró el lunes 14 de diciembre eximen de mayores comentarios: mujeres en la puerta del Hospital Paroissien de La Matanza, gritando desesperadas porque no les daban información, o se las daban sin la menor compasión. Y frente a ellas, uniformados de la policía bonaerense, con armas largas, expresiones de rechazo y desprecio en las caras, leyendo un listado de muertos de modo burocrático. Por supuesto, habrá personas con uniforme que no respondan a estas características. El problema son las prácticas, lo que se hace por costumbre, por desidia, por decisión política y por ideología, más allá de los individuos. La realidad no corre por vías paralelas. La realidad se cruza, los hechos de hoy son continuidad de los de ayer. Lo que no se resuelve, reaparece una y otra vez. El lunes 14 de diciembre cuatro o cinco -ni siquiera ese dato es preciso, un día después de la tragedia- jóvenes que estaban presos en un lugar donde no deberían haber estado, murieron asfixiados y quemados. Esa comisaría, la 8va. de La Matanza, funcionó como un Centro Clandestino de Detención en la dictadura. La llamaban “Sheraton”. La inmensa mayoría de quienes estuvieron secuestrados allí continúan desaparecidos. De esa comisaría depende el destacamento policial de Lomas del Mirador donde, según testigos, fue detenido el adolescente Luciano Arruga el 31 de enero de este año. Luciano también continua desaparecido. Los cuatro o cinco de ayer, asfixiados y quemados vivos en la 8va. de La Matanza, son la continuidad de la misma política que produjo los desaparecidos de la dictadura, y produce los desaparecidos y muertos de la democracia. Sería prudente no esperar treinta años para comenzar a actuar sobre sus efectos en el presente.
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