David Pau
Comencé a trabajar desde muy joven. No porque deseara hacerlo, sino porque no tenia otra alternativa. Mi primer trabajo fue en una fábrica textil a unas pocas cuadras de mi casa. No tuve que hacer ninguna entrevista, ya que mi padre era amigo del dueño y fui recomendado. El trabajo no era muy difícil que digamos. Mi primera tarea consistió en hacer llamadas telefónicas a potenciales compradores de tela para reventa. Obviamente, no pude venderle nada a nadie. Luego de varios rechazos, sentía algo de vergüenza, por lo que deje de hacerlo. Me la pase mirando las paredes de la oficina y revisando los cajones del escritorio. De vez en cuando, hacía alguna llamada y cuando me cortaban, fingía seguir hablando por si alguien pasaba o escuchaba. Esa agradable tarea duro tan solo un día.
Al día siguiente el dueño, un viejo judío adinerado, que vivía en el Boating Club de San Isidro, me preguntó si tenía registro de conducir, a lo que respondí afirmativamente. Pues bien, de ahí en más me la pase en la calle. Dejé de ser un oficinista, para transformarme en una especie de cadete motorizado. Cada día, por la mañana, llenaban el auto con muestras de telas que debía entregar a otros fabricantes o revendedores. Una vez listo, tomaba la guía de calles y salía. El viejo me daba dinero para nafta y un sándwich. Luego me gritaba alguna recomendación y me largaba de ahí.
La fábrica estaba dirigida por el viejo Zucari. Este tenía dos hijos. Dos completos parásitos, que no hacían más que hacer gritar al viejo todo el día. Este par de idiotas, llegaban temprano por la mañana y daban todo tipo de órdenes a los empleados sin consultarle. Luego, cuando el viejo se enteraba de aquello que sus hijos ordenaron a los empleados, se ponía como loco, enrojecía y puteaba mientras fumaba.
Era la primera vez que manejaba más allá de la avenida General Paz. Ya que siempre llegaba a el límite con la capital y regresaba a mi zona norte. Por alguna razón que desconozco, odiaba la capital.
En pocas palabras, podría decir que no era difícil manejar en pleno centro, con miles de autos por todos lados en la hora pico. Solo me relajaba, prendía la radio y disfrutaba del viaje. De vez en cuando me estacionaba cerca del cordón de la vereda y echaba un vistazo a la guía de calles.
Los primeros días, el recorrido me tomaba toda la tarde, pero soy un tipo que aprende rápido y en pocas semanas ya le había tomado la mano. Conocía las salideras, la manera de esquivar a la policía de tránsito, los semáforos, las avenidas y hasta lo atajos.
Había arreglado con un tipo de la estación de servicio, que al cargar nafta en el auto me hiciera el ticket por mayor valor. De esa manera el se quedaba con una propina y yo con un sándwich extra. A veces, en verano, terminaba mucho antes y me escapaba al puerto de Olivos hasta la hora de regreso. Decía que había mucho caos en el tránsito. A nadie le importaba otra cosa más que las telas fueran entregadas.
Si alguna vez llegaba antes del horario, me ponían a hacer cualquier estupidez. Solo me agarraron un par de veces. Después de acarrear telas por todo el taller y barrer o limpiar las máquinas, comprendí que era muy mala idea llegar temprano.
En uno de mis viajes, venia por la avenida Lugones, cerca de la cancha de River en sentido hacia la zona norte. Usaba el auto del viejo, un Gacel impecable, blanco. Había tomado mucha velocidad antes de la subida a la avenida General Paz y de repente me tope con una silla de metal. Una de esas atrocidades de hierro negro, con cuatro patas y tapizada en plástico barato y gris. Al parecer se le había caído a alguien que habría hecho una mudanza. Como sea, a la velocidad que venia no pude esquivarla. Sentí un golpe impresionante. Pensé que la había pasado por encima, pero me había equivocado. La muy terca estaba atravesada y retorcida debajo del auto. Echaba chispas por todos lados y los demás autos me hacían señas. Acelere un poco más pensando que la misma se desengancharía. A los pocos metros me di cuenta que eso sería imposible. Disminuí, me acerque a la banquina, en medio del chisperío y del ruido a metal ensordecedor. Bajé y miré el paragolpes, estaba destrozado. Debajo esta la silla, trabada contra el carter y parte del motor. Levanté el capot y pensé en la manera de hacer zafar esa cosa. No había caso. Me remangue la camisa y empecé a darle con el matafuegos. Conseguí doblarla un poco, pero no sacarla. Fui por la llave cruz y con ayuda del matafuego, a puro golpe, la afloje. Subí, puse el auto en marcha y retrocedí. Toda esa porquería estaba retorcida, golpeada y aplastada frente a mí. Me baje nuevamente, deje el auto en marcha y la arroje lejos, mientras otros autos me tocaban bocina. Siempre pasa un infeliz que no tiene nada mejor que hacer y toca bocina. Hagas lo que hagas…
Llegue a la fábrica hecho una porquería. Transpirado, lleno de grasa y con los dedos de la mano derecha lastimados. Le dije al viejo que a un tipo se le cayó la silla del camión de mudanzas, la misma dio contra el auto y agregue que al reclamarle me amenazo con un palo. El viejo puteo, encendió un cigarrillo y se alejo maldiciéndome en idish.
Luego del incidente, el viejo decidió que lo mejor era que manejara un viejo Ami 8, que estaba arrumbado en la parte de atrás de la fábrica. El auto no estaba nada mal, solo un poco sucio. Había pertenecido a la familia desde hacía muchos años. El viejo sentía cariño por ese auto, por eso lo guardaba.
El único cuidado que debía tener, era ponerle aceite cada mañana antes de salir. Ese viejo auto, perdía aceite y si se lo usaba sin controlar antes el nivel podía fundirse.
Lamente dejar el auto nuevo del viejo, pero la ventaja de manejar el Ami 8, era que me lo dejaba llevar a casa. La primera noche les hice creer a mis amigos que me lo había comprado. Los invite a salir y los lleve de paseo.
Con el correr de los días, hasta yo mismo me creí el cuento del propietario. Lavaba el auto, lo perfumaba y quería como si realmente fuera mío. El viejo estaba feliz de verlo nuevamente circular por las calles. Si bien no aceleraba como el Gacel, me llevaba y me traía. Lo mejor era que también se iba conmigo a casa.
Una mañana, llegue temprano. Cargue las telas y me senté para ponerlo en marcha. Un ruido horrible a metales salio del motor. Sonó como un lavarropas viejo. Si bien el auto no era de lo mejor, sabía muy bien que algo no estaba bien. Efectivamente, no tenía aceite. Luego me enteré, que el tipo que manejaba los telares, había roto un uso y salió con el auto hasta el centro por el repuesto. Al parecer, el muy hijo de putas, se había mandado una cagada y quiso arreglar el asunto antes que llegara el viejo. Salió con el auto, pero no sabía del problema de la perdida de aceite. Para colmos, lo debió haber llevado a alta velocidad de ida y de vuelta, para no percatarse que estaba la luz del aceite y de la temperatura estaban en llamas! Cuestión que me echaron la culpa a mí. Si… No podía ser de otra manera. El mecánico dijo que yo no había puesto aceite la noche anterior y por mi culpa el auto se había fundido.
Nadie quiso escuchar mi defensa. Los muy obtusos, no quisieron entender que si ponía el aceite la noche anterior, el mismo caería gota a gota, hasta quedar en cero por la mañana. Nada, ni siquiera mis explicaciones lógicas bastaron. Los hijos del viejo me acusaron de haber fundido el auto y querían que pagara el arreglo del motor. Pero el más rata de todos fue el mecánico, que incitaba al par de idiotas en contra mío. Si… Había sido realmente el mecánico, a quien maldigo mientras escribo estas líneas, el culpable de todo.
Me despidieron. No me pagaron absolutamente nada. Presiento que el viejo no quería hacerlo, lo note en su mirada. Me apreciaba.
Yo era el único que le hacia caso. Era el único que le comparaba cigarrillos. Era el único que lo saludaba y que lo escuchaba al hablar o al gritar.
Llegué a casa y le conté a mi madre. No dijo nada. No sé si mi padre se enteró, no estaba en casa. Nunca lo estaba.
Al poco tiempo me enteré que la fábrica se había vendido por partes. Supe que el viejo seguía en el Boating, con su casa y velero en la marina. Supe también que el mal nacido del mecánico termino comprando por monedas el Ami 8 fundido y que se fue, a no sé donde, con su horrible y vulgar familia. De los dos parásitos, no supe nada. Seguramente se las habrán arreglado de alguna forma. Quien sabe….
Para entonces yo ya me había mandado alguna cagada en otro trabajo y estaba siendo despedido.
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